miércoles, febrero 7

Bailando bajo la nieve

Hay muertes agónicas, infinitas, estiradas. Hay muertes espasmódicas, instantáneas, súbitas. Hay muertes paranoicas, inherentes, psicóticas. Hay muertes anunciadas, contractuales, fácticas. Hay muertes groseras, macabras, impúdicas. Hay muertes vacías, triviales, indiferentes. Hay muertes en el ocaso, bajo el crepúsculo y hay muertes en el alba, bajo la aurora. Hay muertes sedantes, muertes somnífero y muertes que despiertan, que evocan. Hay muertes que engañan y muertes que revelan. Hay muertes que se van y muertes que se quedan. Muertes que se cruzan, que se acarician, que se besan. Muertes de hielo, muertes de fuego. Muertes de frío y muertes de ego. Muertes de aquí y del más allá. Muertes que volverán y muertes sin más. Pero, sean como sean, todas las muertes coinciden en algo. Y es que, tras su visita, siempre se marchan con una parte de nosotros bajo el brazo.

Cuando se hace zumo con la media naranja a uno solo le queda disimular la cara de estar tragando un trozo de pastel caducado y procurar no limpiar demasiado el suelo. En ese momento uno no se para a pensar que no solo se está despidiendo de un sentimiento recíproco. También está diciendo adiós a una parte importante de si mismo, esa parte que dejó llevar. Cuando la conexión que unía ambas almas se rompe es como un desenchufe salvaje. La energía se diluye y con ella todo el envite que hayamos puesto sobre la mesa. Según las circunstancias de cada uno será más o menos trágico.

A continuación sentimos que hay algo dentro de nuestro organismo que está inflamándose cada vez más y nos oprime el pecho, nos retuerce el estómago, nos anuda la garganta y nos embota la mente. Ahí ya no se cuenta nada, se vive en un lugar sin espacio ni tiempo. Y de repente te das cuenta de que tus pies no están flotando. Descansan sobre una superficie material y terrenal que en ese instante te parece la más fea del mundo. Puede que te embargue una sensación de fatiga como si hubieses hecho jet lag de Paris a Tokio y te bebieses todos los mini-botellines de whisky chiva que ofrecen en el avión durante el trayecto. En ese tris, irremediablemente, nos adentramos en una extraña fase de desconcierto. Uno no conoce su vida, es como volver a casa tras haber estado fuera en unas largas vacaciones. Incluso puedes atisbar el olor a viejo y, para algunos, a azufre. Es el momento en que todo ese halo de magia que te había cubierto como una doble piel se esfuma. Las ilusiones, los sueños... Peter Pan se levanta para ir a la oficina, Cenicienta se pone a barrer la entrada y Robin Hood pide limosna en la Gran Vía.

Y finalmente viene el efecto Jekyll, porque una gran mayoría, sobretodo cuando se vuelve de una primera vez, sufren una especie de metamorfosis como la del gusano en mariposa. Los hay que se vuelven duros, como el dedo de una costurera, aunque también los hay que se vuelven delicados, como la flor de lis. Los hay que dejan de amar para siempre y los hay que no paran de hacerlo jamás. Hay tantos tipos de metamorfosis como tipos de muertes. Sin embargo, en definitiva, ninguno vale más que un grano de arena, porque cuando el amor verdadero entra por la puerta, el cuerpo, la mente y todo salta por la ventana. Solo quedan las almas, desnudas, porque no tienen nada que esconder. Y entonces comienza otra vez la historia, el cuento de hadas. Y entonces de nuevo somos, sin miedo, como los niños, cuyo mayor deseo es que sus sueños dejen de ser sueños y se hagan realidad. Y entonces ya no tenemos que sonreír al pensar en el país de Nunca Jamás, porque al fin vivimos en él, hoy, mañana, por siempre. Algún día... ocurrirá.

1 Comentarios:

Anonymous Anónimo dice...

TU hermoso post me ha gustado mucho.Tal vez ahora esté en el efecto Jekil, al menos a ratos, pero yo también creo en un nuevo amanecer.HAasta entonces

6:04 p. m.  

Publicar un comentario

<< Home